lunes, 12 de abril de 2010

Sentimientos del ocaso

Niña linda, de ojos tiernos, a ti te dedico mis noches y mis días enteros, como si eso fuera poco, te regalo mi corazón con todo y la jaula que lo encierra. Más que nada porque siento que te conozco desde siempre y te amo; con el tiempo germinaron todas mis pasiones, y todos mis caminos llegaban a la ligereza de tu imagen. No me conformé con tu suave mano que me levanto incontables veces, yo quería tu boca, quería ser el dueño de tus pensamientos, aunque fueran solo unos minutos la dicha, que el saberme dueño de una parte de tu vida me brindara.

Ahora sé que todo eso que te dije, todas las palabras que arme cautelosamente para levantar tu altar en mi alcoba, que el haber desnudado mi alma en un susurro fueron inútiles.

Destruiste mi mundo con una sola mirada… y ¿para qué quería más? Una mirada fue suficiente para contarme la ridiculez de mis sentimientos. Para decirme que ante ti, solo la lástima que sentías por este pobre desdichado, era lo que te forzaba a dulcificar tus palabras.

Viste mi cuerpo antes que mi corazón y mis ropas antes que mi alma. ¿Cómo llenarme de lucidez cuando sé que respiras indiferencia cada vez que me piensas?

Nunca fuiste libre desde el principio, debí darme cuenta que tu prisión eran tus mismos prejuicios, que disfrutabas tu cárcel desde aquella banca donde criticabas al mundo por todo. Yo que te creía tan perfecta por el amor tan santo que te profería. Ahora que veo la verdad de tu persona, no quiero más que pensar que es una ilusión: todo eso que veo en tu mirada, porque de pronto ya no es tierna ni dulce: da muerte y regala odio hacia donde se dirige.

Quiero esperar a que cambies tu orgullo por una nueva visión de lo que te ofrezco, ¡como quisiera que dejaras todo atrás para que puedas correr cómoda sobre mis pies!

¿Hay algo que pueda hacer para que mi pecho detenga su ardor cuando te ve?

Supongo que deberías gritarme en la cara que me aleje para poder entenderte. Grítame tu desprecio y tu repugnancia, dime lo que no quiero escuchar, dime que la estupidez me ciega a cosas innegables, dime que no necesitas mi compañía las veces que te sientes sola. Quizás así, sea la única forma para comprender que no puedo quererte.

No es que sea masoquista, soy estúpido al saberme infeliz y tratar de armar un mural con basura hedionda.

Recuerda. Esa tarde. Platicábamos de nuestros sueños y la luz del sol caía como si de oro quisiera llenar la tierra. Hablamos y reímos tanto, con los gritos de los otros que se hacían un quedo murmullo, con el viento acariciándonos como madre que arrulla a su hijo, con las hojas cayendo impasibles, llegando al fin de su vida para ser el crujido de futuras generaciones. Esa tarde tu sonrisa lo llenaba todo y sin darnos cuenta, ese beso había purificado aquel momento que quedaría grabado en la eternidad de la tierra y de Dios.

Esa tarde, que mostraste lo sencillo de tu corazón, habría de marcar nuestra historia. Yo no sé que habrá pasado después, pero te juré la vida eterna y mis días y mi tiempo, mi dinero, te jure mi salud y mi locura…

Son recuerdos de lo que fue, de lo que pudo haber sido. Y ahora que ha terminado la marcha fúnebre de mis ojos, me doy cuenta que tu silueta no era la única que me despertaba a la calidez del mundo. Ahora hay otra. Otra es la que me tiende su mano con firmeza.

Ahora que estoy con ella, la que no eres tú. Ella, la que llena el vacío de mi cuerpo y me regala su cuello sin pedir mi comprensión. Ella, la que nunca me ha mentido, la que es incondicional, la que me procura, la oportuna, la que con su sonrisa, derrite el hielo de mi corazón. Ella, la que aceptó sin condiciones actuar el estelar en mí estrenada vida.

Ella es la que pudo desterrar tu recuerdo de mis venas, la que impidió que fluyera la tristeza por mis dedos, la que me besó en lo que creí era la muerte de mi sensualidad.

Ella es la que ha sabido ganarse mi cariño y mi respeto, porque no respira amargura.

Solo le pido al cielo que te tome entre sus brazos de infinita frescura y te dé paz, que te arrope con calor de verano, que haga de ti lo posible para que olvides tu odio y tu rencor.

Ya no te amo, aunque sigues teniendo ojos tiernos y labios seductores, ya no te amo: pero te amé demasiado, tanto que casi se lleva mi vida…

Sé feliz, fuera de eso, ya no puedo desearte ni pedirte nada.

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